Yolanda propone, para la tertulia amiga, la lectura de las epístolas que Elena Poniatowska imagina que podría haber escrito a Diego Rivera su pretendida Quiela. Lo obsesivo y monocromo del cuadro que nos ofrece refleja un estado de ánimo y disolución que contrasta con la vitalidad y policromía de las vida y pinturas de Diego. El desencanto se torna en indignación a través de las páginas que nos muestran como la energía creativa y la capacidad de transmitir placer y alegría de algunas personas, en muchos casos mujeres, se pierde por el desagüe de la falsa sublimación de unos sentimientos y la aquiescencia de unos observadores paralizados por la cobardía.
Encontré en la red esta entrada que nos ilustra sobre el tema:
www.graniteandrainbow.com
le agradecemos la colaboración. Y aún habrá más ya que nos ofrecieron la lectura complementaria del texto de Rosa Montero sobre Juan Ramón y Zenobia Camprubí.
“Querido Diego, te abraza Quiela”, de Elena Poniatowska (Impedimenta)
Reseñas— 18 febrero 2014
Alguien decía que una de las mayores formas de violencia es el mutismo, el silencio. Es aterrador y desesperante. Sientes las sacudidas como si todos los órganos de tu cuerpo se pusieran del revés, como si todos ellos, al mismo tiempo, se pusieran a hablar entre ellos en lenguas que desconoces. Es la necesidad de la palabra, es la necesidad de saber. Conocer. Cómo sobrevivir de lo contrario. La presión que ejerce, física y psicológicamente, el silencio, es demoledora y asfixiante. La ignorancia, en estos casos, no ayuda a contemplar la vida desde una perspectiva donde sintamos, como diría Kundera, la levedad de nuestro propio ser. Muy al contrario, cada día de silencio, cada respuesta corta, sí, no, cada nota firmada pero no dedicada, es una pesa que se añade al baúl que transportamos sobre nuestra espalda. Y llegará el día, claro, que se nos rompa la columna vertebral. Y estaremos perdidos.
Quiela está perdida. Perdida de una forma en la que sólo lo permite el amor. Perdida mientras sigue en la búsqueda del Grial, que es Diego. Perdida mientras bucea entre sus órganos y su sangre e imagina una vida que no le pertenece, que quizás no le haya pertenecido nunca: la de ese pintor, Diego, del que está enamorada. Tendemos territorios en los cuerpos, pieles y vísceras de nuestros amados y, cuando estos se van, nos damos de bruces con que todo lo que éramos, todo lo que hemos construído, se lo han llevado con ellos. Lo que desaparece de esa forma, con el desamor por bandera, no retorna jamás. Pero a Quiela le cuesta comprender que ha construído castillos en el aire. Le cuesta comprender que Diego fue una estación más. Y el mutismo del pintor, esos silencios tan arrolladores, están cavando abismos en las manos de Quiela, que también pinta, están cavando precipicios en sus entrañas, y están matando a los pocos soldados que quedan en su cuerpo; un ejército antes glorioso que podía combatir contra cualquier cosa porque Diego estaba, pero sobre todo porque ese Diego que estaba tenía voz, cuerdas vocales, manos con las que comunicarse. ¿Y ahora? ¿Y ahora?, se pregunta Quiela. Ahora sólo hay una pensión, un hijo al que ha olvidado y una mujer a la que nunca ha querido. ¿O sí?
El mutismo es un gran insulto que no se pronuncia, pero que está. El mutismo habla, aunque no sepa cómo pronunciar las palabras. El mutismo es la más tremenda de las armas: nadie sobrevive a él, tan presente, tan monstruoso, tan tirano. Quiela le escribe cartas a Diego y Diego no responde. Son cartas de amor, de desamor, de desesperación; cartas en las que habla la memoria, la esperanza, el cuerpo; cartas llenas de lucha, de sacrificio, de pérdida. Cartas que Quiela escribe porque necesita descargarse de algo de ese peso que la arrastra hasta el final del pozo. Su cuerpo, apenas un esqueleto ya, pesa como un gigante: es la estela de Diego que, sin estar, está demasiado presente en todo.
A Sylvia Plath la denominaron en un libro «la mujer en silencio». Había dejado aparcado su genio, su talento, para que el genio y el talento de su marido, Ted Hughes, triunfase. Se había encerrado en una cocina, con sus hijos, y había ejercido de esposa, pero se le olvidó ejercer de mujer. Escribía a la sombra de una figura que cada día se hacía más grande, más talentosa, más monstruosa. Ted, al final, convirtió lo bello en trágico. El silencio, la huida, la ausencia, pudieron con Sylvia Plath. Recuerdo, también, las cartas que Arthur Cravan envió a la poeta y pintora Mina Loy. Unas cartas fascinantes llenas de amor y de miseria encubierta. Leo, por ejemplo: «Reza por mi descanso en la tumba y no hagas que mis huesos tengan celos.» Y: «Estoy tan hundido que cualquiera sabe. Moriré de la muerte más atroz sin haber recibido el menor consuelo.» Las cartas de amor parecen testamentos, ¿verdad?
Quiela es, como Plath, la mujer en silencio. Escribe sabiendo, me temo, que Diego nunca más va a volver a hablar, sabiendo que nunca más pronunciará su nombre. Diego pretende, todo, a través del silencio. Quiela pretende, todo, a través de Diego. Es una vía sin salida, un testimonio demasiado brutal y sincero; un desnudo integral por parte de Quiela, y una huida infernal por parte de Diego. En estas ocasiones el mundo nunca es redondo. Diego diría, después: «Ella me dio todo lo que una mujer puede dar a un hombre. En cambio, recibió de mí todo el dolor en el corazón y la miseria que un hombre puede causarle a una mujer.» Lo mejor que podemos hacer por Quiela, entonces, es leerla y acompañarla; unir territorios.
Para una información más periodística, no deseada ni necesariamente objeteliva, proponemos la lectura de la presentación de la reedición del libro en ABC.
Como explica Redel, «las cartas abarcan nueve meses, lo cual es bastante simbólico, porque son los nueve meses de gestación de algo». «Es una novela femenina por los cuatro costados. El personaje tiene mucho de Poniatowska, sobre todo desde la perspectiva de ese extrañamiento propio del exiliado. Es como meterse en las entrañas de una mujer».
Pero Beloff aún tiene espacio en su corazón ebrio de amor para ciertos reproches hacia el papel de padre que Rivera nunca quiso ejercer. «El niño cuya cabeza antes se perdía entre las sábanas llegó a ser todo cabeza y a ti te horrorizaba ese cráneo inflado como un globo a punto de estallar. No podías verlo, no querías verlo», le dice. «Siempre quise tener otro, tú fuiste el que me lo negaste (...). Me duele mucho, Diego, que te hayas negado a darme un hijo». A finales de diciembre la desesperación se convierte en disimulado rencor: «Sé que tú no piensas ya en Dieguito; cortaste sanamente, la rama reverdece, tu mundo es otro, y mi mundo es el de mi hijo».
Para una información más periodística, no deseada ni necesariamente objeteliva, proponemos la lectura de la presentación de la reedición del libro en ABC.
Cuando Poniatowska destapó al verdadero Diego Rivera
Día 02/02/2014 - 18.51h
La editorial Impedimenta recupera «Querido Diego, te abraza Quiela», donde la premio Cervantes recreó la enfermiza relación del pintor mexicano con su primera mujer, Angelina Beloff.
A mediados de los años 70, Elena Poniatowska (París, 1932) recibió el encargo de escribir el prólogo de dos libros de la novelista Lupe Marín, considerada por todo el mundo la primera mujer del pintor mexicano Diego Rivera. Mientras se documentaba, Poniatowska descubrió «La fabulosa vida de Diego Rivera», biografía del muralista escrita por Bertram Wolfe.
En ella, la escritora mexicana advirtió la presencia fascinante de Angelina Beloff, pintora exiliada rusa que, de hecho, fue la primera esposa de Diego Rivera y madre de su único hijo, Dieguito. El personaje atrapó a Poniatowska, que decidió escribir «Querido Diego, te abraza Quiela», un pequeño libro en el que recrea la enfermiza relación de Rivera y Beloff.
IMPEDIMENTA
Publicada en México en 1978, la editorial Impedimenta recupera ahora en una nueva edición esta novela de la premio Cervantes 2013, considerada parte de su canon esencial y una de las obras más queridas por la escritora mexicana, que en abril visitará nuestro país para recibir el galardón más importante de las letras hispanas.
«Querido Diego, te abraza Quiela» se publicó en España hace casi 30 años, pero pasó desapercibido. En México, en cambio, fue un auténtico escándalo a finales de lo 70, pues Poniatowska se «atrevió» a desenmascarar al verdadero Diego Rivera, en aquel momento héroe de la progresía y de la intelectualidad izquierdista. «Este libro le retrata como un monstruo sin alma», explica el editor Enrique Redel.
Una novela femenina
La «novelita» está formada por doce cartas (todas inventadas por Poniatowska salvo la última, publicada originalmente en el mencionado libro de Bertram Wolfe) que Angelina Beloff envió a Diego Rivera entre 1921 y 1922. Ella se encontraba en París, donde el pintor la había dejado abandonada tras más de diez años de convivencia y un hijo en común para regresar a México, donde conocería a Lupe Marín y a Frida Kahlo.
«El libro retrata a Diego Rivera como un monstruo sin alma»
Esa mujer retratada por la premio Cervantes está ciega de amor. La pasión que siente hacia Diego Rivera, quien eclipsó su obra y amargó su vida (Beloff era una artista de talento, pero la estela del muralista era demasiado ancha), determina cada instante de su vida diaria, aún más solitaria y triste por la pérdida de su hijo Dieguito cuando solo tenía 14 meses. «Siento que también yo podría borrarme con facilidad», le escribe el 19 de octubre. En esa misma carta se despide preocupada por la salud de su todavía marido y se disculpa por su flaqueza emocional: «Sé fuerte como lo has sido y perdona la debilidad de tu mujer».
Recuerdo del hijo perdido
El recuerdo del hijo perdido es casi tan intenso como la melancolía por la ausencia de Rivera en su vida. «Imaginaba yo a Dieguito asoleándose, a Dieguito sobre tus piernas, a Dieguito frente al mar», le cuenta el 7 de noviembre. «Te amo, Diego, ahora mismo siento un dolor casi insoportable en el pecho. En la calle, así me ha sucedido, me golpea tu recuerdo y ya no puedo caminar y algo me duele tanto que tengo que recargarme contra la pared», escribe con pesar y abatimiento. Una semana después y aún sin respuesta de Rivera (nunca contestaría a ninguna de las cartas), Quiela se confiesa desesperada: «Hoy como nunca te extraño y te deseo, Diego, tu gran corpachón llenaba todo el estudio».
Años después, en México, el pintor pasó junto a ella y no la reconoció
Quiela y la pintura
La vida continúa sin Diego (ni Dieguito) y Quiela trata de recuperar el pulso a su oficio, rodeada de amigos como Juan Gris, Picasso o María Blanchard (gracias a ella conoció a Rivera, en un viaje a Bruselas en 1909) en el parisino barrio de Montparnasse. Reconoce entonces que «estaba como drogada, ocupabas todos mis pensamientos, tenía un miedo espantoso de defraudarte», pero ahora ha perdido «también mi posibilidad creadora; ya no sé pintar, ya no quiero pintar». Y le pide, desesperada, que sea por fin sincero con ella: «¿Me quieres, Diego? Es doloroso, sí, pero indispensable saberlo». El silencio es toda su respuesta. Las cartas continúan hasta el 22 de julio de 1922, día en el que está fechada la única misiva auténtica del libro. La posdata lo dice todo: «¿Qué opinas de mis grabados?».
En 1932, Angelina Beloff logra viajar a México, donde se estableció (su amor hacia Diego Rivera y su condición de expatriada hacían que se sintiera mexicana de alma y corazón) hasta su muerte a los 90 años, en 1969. Como explica Poniatowska en una nota al final del libro, Quiela «no buscó a Diego, no quería molestarlo». Un día se encontraron casualmente en un concierto en el Bellas Artes. Diego pasó junto a ella, pero no la reconoció. No es extraño, por tanto que, como explica Redel, estemos ante «uno de los libros preferidos de Elena, de los que siempre la acompañan, en el que habla de manera más íntima».
Yolanda sugiere como lectura complementaria, siguiendo con el tema de la disolución en la pareja en pos de un supuesto talento que precisa de más atención que la que el talentoso pueda darse, un capítulo del libro de Rosa Montero Historias de mujeres editado por Santillana en la colección Punto de lectura. A modo de aperitivo que abra el apetito para leernos la obra completa y que sirva para una tertulia
nos ofrece un fragmento que nos ilustra sobre otro caso parecido al del libro que nos ocupa.
ZENOBIA CAMPRUBÍ: LA VIDA MORTÍFERA.
Por Rosa Montero.
"Hay gente que le llama Amor a cualquier cosa. Por ejemplo, a la necesidad patológica del Otro, al parasitismo mas feroz y destructivo. Sin duda, el escritor Juan Ramon Jiménez, Premio Nobel de 1956, necesitaba a su esposa Zenobia Camprubí de un modo abrumador e indescriptible; pero esto no significa necesariamente que la quisiera bien (o incluso que la quisiera: ¿era capaz de querer a alguien un personaje tan monstruosamente egocéntrico?). Sin embargo, algunos de los estudiosos juanramonianos se empeñaron en construir durante años un espejismo del amor conyugal, la irisada mentira de la pareja perfecta. Y así, durante décadas, se escribió abundantemente sobre el "ejemplar matrimonio" y sobre "la relación tan hermosa que sostuvieron".
Hasta que en 1991, Graciela Palau de Nemes editó y publicó la primera parte del Diario de Zenobia. Curiosamente, la profesora Palau intenta salvar en su prólogo lo insalvable: la leyenda rosa de la historia de amor. Tal vez no se daba cuenta que el material que estaba desenterrando era una bomba: un libro desolador y terrorífico, un minucioso e involuntario estudio sobre la patología humana. La pareja como destrucción, la pareja como trampa perversa.
Hasta que en 1991, Graciela Palau de Nemes editó y publicó la primera parte del Diario de Zenobia. Curiosamente, la profesora Palau intenta salvar en su prólogo lo insalvable: la leyenda rosa de la historia de amor. Tal vez no se daba cuenta que el material que estaba desenterrando era una bomba: un libro desolador y terrorífico, un minucioso e involuntario estudio sobre la patología humana. La pareja como destrucción, la pareja como trampa perversa.
Pero, para empezar por el principio, digamos que Zenobia nació en la Costa Brava en 1887. Era hija de una puertorriqueña rica y de un ingeniero de Caminos catalán: una niña, en fin, de muy buena familia. El inglés era su lengua materna (también sabía francés) y durante su adolescencia paso varios años en los Estados Unidos, de modo que cuando regresó definitivamente a España en 1909 la llamaban la Americanita porque no parecía del terruño. Y no lo parecía porque era culta, activa, desenvuelta, moderna. Creía en Dios de una manera muy libre y participaba de ese espíritu de servicio a los demás tan típico de la época, una especie de caridad ilustrada de clase alta (recordemos que las desigualdades sociales eran por entonces enormes) que en su vertiente mas sustancial, responsable y lúcida había creado la Institutución Libre de Enseñanza. De modo que, al volver a España, organizó una escuela para niños campesinos y colaboro con diversas sociedades benéficas.
Zenobia recibía unas pequeñas rentas de la herencia materna que ella completaba con diversos trabajos. En el exilio fue profesora de Lengua y Literatura, primero en una Universidad cercana a Washington, luego en la de Puerto Rico. Antes de la guerra tenía una tienda de artesanías en Madrid y amueblaba con primor apartamentos de alquiler para extranjeros. De las rentas y los empleos de Zenobia vivió fundamentalmente el matrimonio durante los cuarenta años que estuvieron juntos: los ingresos de Juan Ramón eran escasos e intermitentes. En su diario, Zenobia se lamenta repetidamente con amargura de la incapacidad manifiesta de su marido para ganar dinero: atravesaron muchos apuros económicos. Pero dentro del naufragio general de la relación y otras perfidias cotidianas, esta inutilidad de Juan Ramón para lo práctico resulta menor, incluso simpática.
Él era, ya se sabe, un enfermo. La primera vez que piso un centro psiquiátrico (un manicomio, lo llamaban entonces) fue a los diecinueve años, después que su padre falleciera súbitamente mientras dormía y de que el mismo fuera sacado del sueño a sacudidas para darle la horrible noticia. No pudo superarlo: "la muerte repentina de mi padre se copió en mi alma y cuerpo, como en un espejo; o mejor, en una placa fotográfica. Me hirió, como una realidad a la placa, la muerte de mi padre. Y con la muerte grabada en mí, sentía morirme a cada instante". Era hipocondriaco y en sus peores momentos creía estar agonizando: no comía, no se lavaba, no hacia planes para el día siguiente porque pensaba que ya habría fallecido. Estaba lleno de manías: acumular cantidades ingentes de periódicos y recortes que luego era incapaz de tirar. por ejemplo, o cerrar las ventanas herméticamente porque no soportaba las corrientes de aire.
Sin duda sufrió mucho: de eso se hacen eco, compasiva y litúrgicamente, todos sus estudiosos. Pero se me ocurre que hay locos y locos; hay enfermos dignos y conmovedores, que solo se dañan a si mismos, y enfermos malignos que sobreviven a costa de destruir a los demás. Dice Rilke que todos morimos de nuestra propia muerte, y de la misma manera, creo que todos enloquecemos de nuestra propia locura. Aunque en ocasiones era capaz de gestos magnánimos, Juan Ramón era, eso dicen, de un egoísmo descomunal; un misántropo reseco y amargado, un hombre a menudo cruel y mezquino. Tenía muchos enemigos (Bergamín, Alberti, Guillén, Neruda, Salinas) porque hablaba mal de casi todo el mundo. Sólo parecía manifestar ternura con los animales y los niños: y eso, me sospecho, porque de algún modo veía reflejada su propia niñez en ellos. Esto es, se diría, que le era muy difícil contemplar otra cosa que no fuera a sí mismo. Luis Cernuda escribió que en Juan Ramón se daba el caso más claro de doble personalidad que el había visto, un caso de Doctor Jeckill y Mister Hyde; y que, como Mister Hyde, era "una criatura ruin".
La defensa de Juan Ramón contra su enfermedad, contra la angustia constante del morir y la nada siniestra del no ser, era su trabajo: una producción literaria obsesiva que cambiaba y reordenaba una y otra vez en su aspiración por conseguir algo imposible, la Obra Completa y Perfecta que lo rescatara de lo fugitivo. Juan Ramón combatía el vértigo existencial con sus actos: una respuesta tradicionalmente masculina. Zenobia lo hizo destruyendo su yo, diluyendo
Zenobia recibía unas pequeñas rentas de la herencia materna que ella completaba con diversos trabajos. En el exilio fue profesora de Lengua y Literatura, primero en una Universidad cercana a Washington, luego en la de Puerto Rico. Antes de la guerra tenía una tienda de artesanías en Madrid y amueblaba con primor apartamentos de alquiler para extranjeros. De las rentas y los empleos de Zenobia vivió fundamentalmente el matrimonio durante los cuarenta años que estuvieron juntos: los ingresos de Juan Ramón eran escasos e intermitentes. En su diario, Zenobia se lamenta repetidamente con amargura de la incapacidad manifiesta de su marido para ganar dinero: atravesaron muchos apuros económicos. Pero dentro del naufragio general de la relación y otras perfidias cotidianas, esta inutilidad de Juan Ramón para lo práctico resulta menor, incluso simpática.
Él era, ya se sabe, un enfermo. La primera vez que piso un centro psiquiátrico (un manicomio, lo llamaban entonces) fue a los diecinueve años, después que su padre falleciera súbitamente mientras dormía y de que el mismo fuera sacado del sueño a sacudidas para darle la horrible noticia. No pudo superarlo: "la muerte repentina de mi padre se copió en mi alma y cuerpo, como en un espejo; o mejor, en una placa fotográfica. Me hirió, como una realidad a la placa, la muerte de mi padre. Y con la muerte grabada en mí, sentía morirme a cada instante". Era hipocondriaco y en sus peores momentos creía estar agonizando: no comía, no se lavaba, no hacia planes para el día siguiente porque pensaba que ya habría fallecido. Estaba lleno de manías: acumular cantidades ingentes de periódicos y recortes que luego era incapaz de tirar. por ejemplo, o cerrar las ventanas herméticamente porque no soportaba las corrientes de aire.
Sin duda sufrió mucho: de eso se hacen eco, compasiva y litúrgicamente, todos sus estudiosos. Pero se me ocurre que hay locos y locos; hay enfermos dignos y conmovedores, que solo se dañan a si mismos, y enfermos malignos que sobreviven a costa de destruir a los demás. Dice Rilke que todos morimos de nuestra propia muerte, y de la misma manera, creo que todos enloquecemos de nuestra propia locura. Aunque en ocasiones era capaz de gestos magnánimos, Juan Ramón era, eso dicen, de un egoísmo descomunal; un misántropo reseco y amargado, un hombre a menudo cruel y mezquino. Tenía muchos enemigos (Bergamín, Alberti, Guillén, Neruda, Salinas) porque hablaba mal de casi todo el mundo. Sólo parecía manifestar ternura con los animales y los niños: y eso, me sospecho, porque de algún modo veía reflejada su propia niñez en ellos. Esto es, se diría, que le era muy difícil contemplar otra cosa que no fuera a sí mismo. Luis Cernuda escribió que en Juan Ramón se daba el caso más claro de doble personalidad que el había visto, un caso de Doctor Jeckill y Mister Hyde; y que, como Mister Hyde, era "una criatura ruin".
La defensa de Juan Ramón contra su enfermedad, contra la angustia constante del morir y la nada siniestra del no ser, era su trabajo: una producción literaria obsesiva que cambiaba y reordenaba una y otra vez en su aspiración por conseguir algo imposible, la Obra Completa y Perfecta que lo rescatara de lo fugitivo. Juan Ramón combatía el vértigo existencial con sus actos: una respuesta tradicionalmente masculina. Zenobia lo hizo destruyendo su yo, diluyendo
Lo que hace la autoanulación de Zenobia más llamativa dentro de los muchos casos semejantes es la potencialidad que esta mujer tenía para mutilarse. Zenobia era inteligente, generosa, activa, culta, alegre. Y además escribía: desde muy chica había manifestado una clara vocación narrativa. De adolescente publicaba cuentos en inglés en una revista norteamericana para niños. Yo he leído Malgrat, un relato suyo escrito en castellano a los quince años: es un texto poderoso, asombrosamente bueno para su edad. El diario publicado por Graciela Palau no tiene esa fuerza ni esa voluntad de estilo: está claro que, para entonces, Zenobia ya ha claudicado. Salvo unas cuantas frases aisladas muy hermosas que dejan entrever su capacidad literaria (como cuando explica como se deshace Juan Ramón de los borradores de sus poemas: "rompe el papel en pedacitos con deleite, como si fuera un trabajador quitando el andamio"), el diario es un recuento árido y casi notarial de los dos años que pasaron en Cuba (de 1937 a 1939), después que Zenobia sacara a Juan Ramón de España "para que no se volviera loco", en agosto de 1936, al poco de estallar la guerra.
Es un libro patético. Zenobia lo comienza el día del aniversario de su boda: llevan veintiún años de matrimonio, ella estaba a punto de cumplir los cincuenta y el cincuenta y seis. Las pautas de su relación, en fin, están perfectamente establecidas, y son las de una total y completa sumisión. Zenobia anula todos sus planes y compromisos cada vez que su marido la requiere para algo: copiarle en limpio los poemas, o simplemente acompañarlo. Debía de ser tan terriblemente duro convivir con un ser tan lleno de muerte, un hombre casi incapaz de disfrutar de nada; pero es que además Zenobia esta constantemente atenta a sus múltiples y neuróticos caprichos. Como no tienen dinero viven en un modesto cuarto de hotel que se va colmando loca y asfixiantemente con los periódicos de Juan Ramón. "El resulto es que el sirviente sólo puede entrar al cuarto una vez vez cada tres días y me parece como si estuviera viviendo en una pocilga. La vista de ese montón de periódicos a todas horas me da nauseas". Además, como cuando Juan Ramón escribe "no soporta ningún ruido o movimiento, lo cual es perfectamente comprensible", Zenobia se pasa los días en el servicio. También cuando él se echa una siesta: "Me puse nerviosa encerrada en el baño mientras Juan Ramón dormía, pues el día estaba bellísimo".
Y es que ella no se puede marchar, no le puede dejar solo. Juan Ramón no le permite operarse de un lipoma (tumor de grasa) que Zenobia tiene en el vientre: tendría que permanecer internada en el hospital y el no soporta su ausencia (y tal vez tampoco su enfermedad, su debilidad): "mi primer deseo y mas ardiente es ir inmediatamente a la clínica más cercana para que me operen de mi molesta protuberancia", dice ella en el diario: " si no pesaran sobre mi tantas tradiciones idiotas iría sin más ni más y ya podría J.R. retorcerse las manos. Es ridículo imponerle algo tan mortificante a otra persona (...) Pero nunca tendré el valor ni la determinación suficiente para deshacerme de mis problemas mientras Juan Ramón esté cerca". Y , en efecto, pasan los años y Zenobia sigue criando su tumor.
Lo mas atroz del diario cubano, con todo, es el siempre pospuesto viaje a los EEUU. Zenobia tiene a toda su familia viviendo en ese país, al que hace veintiún años que no va (salvo una brevísima estancia al comienzo del exilio) y esta ansiosa por acercarse a verlos. Desde que llega a Cuba está ansiosa por organizar el viaje; una y otra vez pone una fecha de partida, va a las compañias marítimas, consulta precios, reserva pasajes; una y otra vez llega el día acordado y Zenobia sigue en La Habana. La estrategia obstruccionista de Juan Ramón es siempre la misma: primero consiente en ir con ella (y ella le busca un alojamiento adecuado para sus manías y organiza todo para él en los EEUU), luego empieza a ponerse nervioso y dice que es mejor que Zenobia vaya sola (y ella anula las disposiciones en torno a él, reserva el propio billete, reduce el viaje a sólo un mes), por último Juan Ramón le hace la vida tan imposible ante la idea de su ausencia que Zenobia claudica y no se marcha. Esta lenta tortura se prolonga durante año y medio hasta que Zenobia consigue partir.
Zenobia apunta sus mas duras criticas a Juan Ramón en relación con este tantas veces frustrado viaje: "realmente no se como tolero estar aquí teniendo a mi familia entera y a mis amigas tan cerca (...) si no me decido a ir sola voy a encontrar que con J.R. estaré más atormentada, pues él nunca quiere hacer nada que yo quiera hacer y siempre quiere que yo haga lo que él quiere". O bien, " ir a los EEUU con J.R. significa tanta complicación que preferiría no ir. Hay un obstáculo cada vez que quiero hacer algo y recuerdo que los pocos días en Nueva York estaba ansiosa de que terminaran. Es horrible". Y también: "no tiene sentido que me sacrifique en balde por el egoísmo de J.R." Pese a la gran contención que Zenobia usa en su diario, muchas entradas hablan escuetamente de su infelicidad y su desesperación. No dice que llorara en ningún momento, pero son páginas que saben a lágrimas. Aunque en otras ocasiones, claro esta, hay buenos momentos, tanto mas apreciados por los escasos.
"Si veo cosas claras y el no las ve", dice Zenobia, "¿Qué sentido tiene permitirle acabar con mi existencia?". Es una pregunta exacta y pertinente. ¿Es la víctima culpable de ser víctima? Conozco a muchas mujeres como Zenobia: hembras fuertes y débiles al mismo tiempo. En esa patología anida la patología de la mujer dependiente, de quien depende a su vez, morbosamente, el hombre que la tiraniza. Hay un infierno en la relación entre Zenobia y Juan Ramón, pero los demonios (tan reconocibles, tan humanos) están en las dos partes. La necesidad absoluta que Juan Ramón tenía de ella había terminado por atrapar a Zenobia: "el es queridísimo aunque me vuelve loca". Destruirse por alguien (y mas si ese alguien es un artista mundialmente reconocido) puede llegar a convertirse en un placer perverso y mortífero: a fin de cuentas, soluciona la angustiosa pregunta de que va a hacer uno (o que va a ser uno) en la existencia: "Aumenta mi inquietud por llegar a ser útil en la sociedad. Pero estoy consciente que, para dedicarme a otros trabajos, tendría que abandonar a J.R. que ahora mismo esta necesitando mucha atención. Confundida en cuanto al mejor camino a seguir".
Al final, decidió seguir apuntalando al genio y con el tiempo cada vez se conformó más con su papel (¿se metió más en su propia patología?), hasta el punto de que, al final de sus vidas, estando Juan Ramón terriblemente desequilibrado e internado en un centro psiquiátrico, los médicos llegaron a decirle a Zenobia que su presencia omniprotectora era negativa para su marido. Zenobia parece admitirlo y planea vagamente dejarle solo durante algún tiempo, pero nunca lo hace: la enfermiza interdependencia esta demasiado solidificada para entonces.
En 1951 a Zenobia se le descubre un cáncer de útero. Viaja a Boston y es operada con éxito, pero en 1954, viviendo en Puerto Rico, se le reproduce. Le recomiendan que vuelva a Boston pero, para no dejar a Juan Ramón que esta muy mal, decide no marcharse y someterse a radio terapia en Puerto Rico. El tratamiento es tan erróneo y tan brutal que Zenobia es quemada lentamente, sesión tras sesión, hasta que es abrasada por completo. Cuando por fin viaja a Boston los médicos quedan horrorizados: las quemaduras son tan enormes que no se la puede operar. Solo tiene tres meses por delante, le comunican. Y ella regresa a Puerto Rico a poner orden en la vida y los papeles de Juan Ramón.
En estos últimos años, Juan Ramón ha comenzado a darle a Zenobia lo que antes le escatimaba: la certidumbre de su lugar histórico como musa del genio. Lo cual no es sino el justo pago a la inversión hecha por Zenobia día tras día. Y así, en las cartas que le manda a Boston cuando la operación del 51, Juan Ramón le va detallando los poemas que escribió por ella y para ella. Y certifica: "fuiste, con mi madre, la mejor fuente de mi inspiración". Ella, a su vez, ha empezado a contarse su propio pasado mentirosamente, como solemos hacer los humanos al final de la vida (misericordiosa memoria, que nos permite hacer una mirada retrospectiva consoladora), para darle un sentido de destino a sus sacrificios. Y así, Zenobia escribe por entonces: "al casarme con quien, desde los catorce años, había encontrado la rica vena de su tesoro individual, me di cuenta en el acto que el verdadero motivo de mi vida había sido dedicarme a facilitar lo que ya era un hecho".
Su agonía fue lenta. Poco antes del final, Juan Ramón recibió el premio Nobel de Literatura: para Zenobia era la confirmación de que su existencia no había sido un desperdicio. Ricardo Gullón cuenta que cuando le dijeron lo del premio, Zenobia ya no podía hablar; susurró una canción de cuna y murió a los dos días (el 28 de octubre de 1956). Juan Ramón enloqueció literalmente de pena; tuvo que ser internado y no volvió a escribir mas. Falleció año y medio mas tarde. Después de su muerte, se encontró una libreta que decía: "A Zenobia de mi alma, este último recuerdo de su Juan Ramón, que la adoró como la mujer más completa del mundo y no pudo hacerla feliz".
Zenobia y Juan Ramón se habían conocido en 1912. El se enamoró de ella desde el primer momento, pero ella huyó de su insistente acoso durante dos años.: no quería casarse con un español (los consideraba machistas), tenía muchos planes propios para su futuro, Juan Ramón le parecía un tipo raro y demasiado triste. Las abundantísimas cartas de Juan Ramón en ese tiempo son un catálogo de trucos sentimentales: intenta despertar en Zenobia la vocación regeneracionista que hay en toda mujer (a éste lo salvo yo) e incluso le ofrece creer en Dios si ella lo ama.
Pero la gota final fue literaria. Zenobia, que encontraba semejanzas entre Platero y yo y la obra del novel Tagore, tradujo un libro del escritor bengalí para enseñárselo a Juan Ramón. Y este se agarró al clavo ardiendo: revisó el texto español, publicó la traducción firmada por los dos , insistió que se hicieran más (terminaron traduciendo 20 obras). Juan Ramón le ofreció a Zenobia, en suma, una colaboración creativa de colegas literarios, un futuro de trabajo en común: "todas las traducciones que hagamos de cosas bellas, las firmarás tú. Luego has de hacer algo original ¿verdad? Yo quiero que, en el porvenir, nos unan a los dos en nuestros libros", dice Juan Ramón en una de sus cartas de conquista. Y Zenobia, que tenía aspiraciones literarias, bajo por fin sus defensas y se casó con él...para no volver a escribir nunca más nada propio, salvo sus modestísimos diarios. Tal vez estuviera pensando en todo esto (en las ilusiones rotas, en las vidas no vividas) cuando anotó en los cuadernos cubanos este conmovedor párrafo: "cuando regresamos, las nubes se habían abierto hacia el noreste y el resplandor del atardecer (...) hacía que el mundo pareciera nuevo (...) Y de repente todos los sueños infantiles se hicieron realidad y nos embargó la intensa esperanza de que todo este tiempo de incredulidad hubiera sido un desperdicio de la alegría".
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