Jeny compensó su ausencia de mi cumpleaños regalándome un libro. Un libro, mejor un pensamiento, un recuerdo, un tiempo o una dedicación pero también un encargo que es el de leermelo. Y después de haberlo hecho estoy convencido que no sólo me regaló todo eso sino también un patio de Sevilla, una vejez hedonista, la medicina para algunos miedos y la constatación, una vez más, de que lo increíble existe y es mucho más que ficción.
Todo eso en unas pocas páginas que se leen fácilmente, sin que ello suponga superficialidad o falta de rigor. Para eso se necesita oficio y de eso tiene mucho el autor. Oficio que le falta al editor-narrador protagonista en la ficción porque en la lectura bien que nos transporta a ese patio casi mágico de Sevilla, o mejor, a una Sevilla en la que se disfrutan todos los placeres que una vejez dichosa tiene el gusto de disfrutar tras una vida dura. Esta viejita con número tatuado, conocí una parecida en Punta Mujeres, nos hace revivir el mal absoluto, la deparavación máxima de la especie humana, la muerte definitiva de Dios según algunos. Pero también la supervivencia, vivir, para vivir, para que no vuelva a suceder, para que no se olvide. Ese es su empeño y para eso recuerda a un personaje real, la foto de la portada, con lo que el libro se convierte en un reportaje de no-ficción, en un documento histórico que nos impone la tarea de ser correa de transmisión, memoria viva, testigos de lo que no vivimos pero que no queremos que nadie viva.
Todo esto en la ficción muy contemporáneo del editor con el padre con una enfermedad que teme que sea hereditaria, mujer alcohólica de lo que se siente en parte culpable y abandonado a un trabajo del que se sabe incapaz de hacer algo destacable. Todo eso hay que superarlo, o no. Porque es vida se vive, no se supera, y para vivirla bien regalos como este que te hace sumergir en ella para respirar mejor con los demás.
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