A veces hemos dicho este libro me reconcilió con la lectura o esta novela convirtió mi insomnio en algo agradable, pero muy pocas veces me he emocionado con el placer de la lectura de un libro fuera de lista como este. No lo conocía y le debo el gusto a María José que ni me lo sugirió, sino que mi curiosidad picó en su lectura. Lenni me comenta el placer que también le supuso a ella.
A falta de terminar de leerlo re-publico la presentación hecha por El País.
Un hombre entra en un bar y…
El premio Pulitzer J. R. Moehringer, autor encubierto de las celebradas memorias de André Agassi, publica una gran novela autobiográfica sobre masculinidad y locales de copas
Kiko Amat
“¿Qué es lo que hace a un hombre? ¿Es estar preparado para hacer lo correcto a cualquier precio?”, le preguntaban al Nota en El gran Lebowski, a lo que el héroe respondía: “Fijo. Eso y un par de testículos”. El bar de las grandes esperanzas, primera novela del premio Pulitzer J. R. Moehringer,
busca responder a la misma pregunta de un modo distinto. Pues este es
un libro sobre hombres y bares. Sobre amistad, borracheras, resacas
también, sobre sentimiento de pertenencia, y tristeza persistente y
rabia heredada, y cómo vencer ambas. Una novela que habla de familias,
padres e hijos, madres e hijos, lazos de sangre, ritos de pasaje y amor,
y ruptura y grandes gestos atemporales, y las cicatrices que
arrastramos. Pero ¿sobre todo? Hombres y bares.
Un
bar, para ser concretos: el Dickens (rebautizado Publicans), de
Manhasset, en el Estado de Nueva York, poblacho “famoso por dos cosas:
el lacrosse y el alcohol”. Ese bar es el hogar adoptivo de un hombre:
JR, que es lo mismo que decir J. R. Moehringer, porque se trata de un
libro autobiográfico. Cuenta algo que sucedió de veras, aunque esté
idealizado y romantizado, y digo ambas cosas como elogios (por
supuesto). El bar de las grandes esperanzas es a las tabernas lo que The Wanderers,
de Richard Price, fue a las pandillas de delincuentes juveniles: la
versión poética, llena a rebosar de mito e idealización fatalista.
El recuerdo de lo que sucedió según lo contarían unos
cuantos dipsómanos grandilocuentes con el trasero cosido a un taburete.
No es que Moehringer no diga la verdad, ojo. Es solo que el autor, como
decían de Nik Cohn, “nunca deja que la verdad estropee una buena
historia”.
Esa
historia es fácil de resumir: JR es un niño neurótico y sensible con
“padre ausente. Madre cansada. Tío turbio. Abuelos tristes. Un apellido
raro que suscitaba burlas y confusión”. Ese chaval anda desesperado por
hallar una familia, un hogar, “y hombres. Sobre todo hombres. Los
necesitaba para que me sirvieran de mentores, de héroes, de modelos a
seguir”. JR halla a todos esos hombres en el Dickens: a su tío Charlie;
al ente-casi-divinizado que es el dueño, Steve, y también a Colt, Joey
D, Bobo, Cager y Poli Bob y los demás.
JR narra el paso de púber adoptado por una pandilla de borrachines a borrachín himself
(su “evolución de niño a bebedor”), el descubrimiento de que su padre
(locutor radiofónico, o La Voz) es un hombrecillo violento y mezquino,
la relación con su madre, las cuitas universitarias y sentimentales, su
peripatético paso por The New York Times y, sobre todo, cómo aquel zagal dañado va haciéndose hombre.
Moehringer relata todo ello con emoción, humor, enorme
empatía y un prodigioso oído para el diálogo de bar. Además de un
palpable amor por todos aquellos charlatanes sedientos con almas
amoratadas que se aferran a muerte a sus alcohólicos ritos, vínculos y
chanzas. Porque, como dijo Harry Crews, todo aquello “era la forma que
tenía un hombre de recordarles a los demás hombres quiénes eran”.
Fulanos incapaces de decirse que se quieren los unos a los otros, pues,
afirma categóricamente Moehringer, “entre hombres, aquellas cosas solo
podían decirse en un bar”. Pájaros que saben que una cierta tristeza
“formaba parte del arduo trabajo de la masculinidad” (porque, en efecto,
la masculinidad es una faena extenuante).
Si alguien ha capturado a la perfección todas esas bravatas,
e inseguridades, y cariño, y telepatía masculina (“los hombres del
Dickens nunca explicaban”), y melancolía, y escudos que se levantan, y
no-verbalizar-jamás-la-propia-pena, ese ha sido Moehringer. ¿La gran
ironía final? JR acabará descubriendo que “todas las virtudes que yo
asociaba a la masculinidad —dureza, persistencia, determinación,
fiabilidad, honestidad, integridad, agallas— las ejemplificaba mi
madre”. Pues claro.
He aquí un libro que les emocionará hasta obturarles la tráquea. De lo mejor que he leído en mucho tiempo.
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