En 1939 el S.S. Saint Louis estuvo fondeado varios días
frente a La Habana. En él viajaban 900 judíos que tenían la esperanza de
encontrar en Cuba un lugar del que escapar de la barbarie nazi. La familia del
niño Daniel Kaminsky, que esperaba en la orilla con su tío Joseph, tenía un as
en la manga para conseguir quedarse: un pequeño lienzo de Rembrandt que había
pasado de generación en generación y con el que tenían la esperanza de comprar a
las autoridades cubanas. Pero nada salió bien, los judíos fueron enviados de
regreso a una muerte segura en Europa y el cuadro desapareció.
En 2007, un descendiente de aquellos judíos pide a Mario Conde, ex
policía, librero y a veces detective, que aclare qué ha pasado con el lienzo,
que aparece en una subasta en Londres. Nos embarcamos entonces en una aventura
que no da respiro, un relato del dolor de los judíos a lo largo de los siglos,
de la desesperación de los cubanos, de la avaricia y la desdicha. La mejor
novela de las ocho que ha escrito Padura con Conde como protagonista.
Herejes es una novela sobre el dolor. El de la pérdida de
los seres queridos, el de la pérdida de la esperanza, de las ilusiones. El dolor
del desarraigo, de la frustración por no poder ser lo que se quiere. Se trata de
una obra compleja, con saltos temporales, de la Cuba de la década de los 50, a
la de los primeros años revolucionarios, pasando por el Amsterdam del XVII, con
su efervescencia pictórica y su tolerancia religiosa. Escenarios de cambio
político y social elegidos y combinados de manera magistral por el autor de
El hombre que amaba a los perros (Tusquets), que viaja
hasta esos Países Bajos que siguen luchando contra España para explicar el
origen del lienzo pintado por el gran maestro holandés, que usa como modelo a un
judío que se rebela contra las prohibiciones de los suyos. Porque
Herejes es también eso: un conjunto de seres que luchan contra la
dictadura en todas sus formas, que buscan la libertad individual por encima de
cualquier cosa.
Conde, más melancólico, más
enfadado, mejor
Y ahí entra un Mario Conde más desengañado y cínico que nunca. Una
figura algo desesperada pero no desesperanzada que es contratado por el hijo de
Daniel, Elias, un judio neoyorquino, artista, grandote y honesto que quiere
saber qué pasó con el lienzo y, aunque no lo confiese, quién se lo quedó y mandó
a sus abuelos y a su tía Judith a la muerte. Conde, que se define como “un
comemierda con dos doctorados” acepta el encargo para ganar unos buenos dólares,
pero dice de sí mismo: “Yo no soy detective. Fui policía y ahora no soy
nada”.
A través de los personajes, la obra analiza más y mejor que otras
anteriores de la serie la situación de Cuba y la pérdida progresiva de toda
esperanza.
“A sus 54 años cumplidos Conde se sabía un pragmático
integrante de la que años atrás él y sus amigos calificaran como la generación
escondida, los cada vez más envejecidos y derrotados seres que, sin poder salir
de la madriguera habían evolucionado, (involucionado, en realidad) para
convertirse en la generación más desencantada y jodida dentro del nuevo país que
se iba configurando. (...) Apenas les quedaba el recurso de resistir como
sobrevivientes”.
¿Y qué país es ese? Pues uno que ha ido de la esperanza al
desencanto, la miseria, el ahogo y la corrupción. O, en palabras de Conde:
“Coño, Manolo, me parece que voy a cumplir cien años. No
entiendo ni timbales.Tanto que nos jodieron la vida con, el sacrificio, el
futuro, la predestinación histórica y un pantalón al año, para llegar a
esto…”
Para los fans del que fuera 10 años policía en La Habana,
tranquilidad: sigue siendo un amante de los libros, sigue soñando con escribir
esa novela parecida a las de Salinger, sigue disfrutando de la vida con las
comilonas que prepara la madre de Carlos El flaco y “hablando mierda” con los
amigos y sigue, aunque él no termine de comprenderlo, con la apabullante
Tamara.
FOTO: El escritor cubano entre burgueses
neerlandeses del siglo XVII
El mayor mérito de la novela es que, al tiempo que disfrutamos del
mejor Conde, nos muestra con crudeza y realismo lo peor de la persecución y las
matanzas de judíos en el siglo XVII, una narración conseguida a partir de “una
exhaustiva investigación histórica y con documentos históricos de primera mano”,
en palabras del propio Padura, y nos mete de lleno en la realidad cubana,
compleja y dura.
No se puede contar mucho más sin estropear la trama. Sólo decir que
en la resolución de las historias, como en cada novela de Conde, como en la
vida, hay una dosis de dolor y otra de esperanza. Y los protagonistas no escapan
impunes. Que la disfruten.
Seguí el consejo de nuestras amigas y contertulias y leí la tremenda novela de Eduardo Padura. Novelón en el sentido de que presume de estructura, de arquitectura que armoniza los distintos niveles temporales, parentescos, localizaciones, biografías.... Disfrutamos de los frutos de la investigación de Padura y nos sentimos más informados y conocedores de la obra de Rubens, parece que ya podemos pasear por Amberes, casi con la misma soltura que por la Havana, conocemos detalles de la diáspora americana de ciudadanos centroeuropeos que contribuyeron a forjar la economía americana y sus dificultades de integración. Todo esto nos hace mejores, más infpormados, más conscientes, pero sólo Mario Conde nos hace sentir, incluso con sus investigaciones, ya no policiales, bibliográficas. El envejecimiento de Mario corresponde con un cambio de formato en sus relatos, lo que antes eran relatos ahora es una novela con la forma de las anteriores El hombre que amaba los perros o La novela de mi vida con amplitud temporal, distintos escenarios, información histórica pero sin Mario Conde.
Quizás hay menos Mario, más vejez, mayor visión amplia a cambio de lo impactante de la apertura a un nuevo mundo literario que nos ofreció Padura en su tetralogía que añoramos.